Más allá de las plañideras, de las críticas de sus enemigos ideológicos y los panegíricos que tras su muerte brotaron como hongos en los medios de comunicación, la figura de Mario Vargas Llosa nos deja un par de lecciones que jamás debemos olvidar.
La primera es que debemos quitarnos esa manía de encasillar a los intelectuales con etiquetas rígidas de “izquierda” y “derecha”, y la segunda es someternos, de manera imperativa, al examen de nuestras convicciones y creencias ideológicas. Vargas Llosa nos enseña lo que Erich Fromm y Edgar Morin afirman sobre la propensión de los individuos a simplificar lo complejo cuando la realidad nos resulta enmarañada y a obstinarnos rígidamente con un par de credos sin cuestionarlos.
Es lo que sucede con casi todos los seguidores de Marx, para quienes los fundamentos de su pensamiento no admiten revisión epistemológica alguna a causa de una supuesta inmunidad científica.
La contradicción no podría ser más escandalosa, al tiempo que su crítica se fue convirtiendo, con el paso del tiempo, en un dogma de carácter cuasi religioso. De ahí la deserción del marxismo de nuestro ilustre escritor y su salto hacia el liberalismo, al que concebía como el único medio para garantizar la libertad de los individuos del control abrumador del poder, en especial de la burocracia estatal y el autoritarismo que se ha puesto muy de moda.
Desde la jerarquía vertical militar del Leoncio Prado, en “La ciudad y los perros”, hasta la crítica acérrima que hace a las dictaduras en “Tiempos recios”, uno puede seguir el hilo conductor que elabora Vargas Llosa para contrastar sus ideales con la degeneración de los principios en los que creyó firmemente.
Mientras la experiencia desmontaba las certezas y convicciones del nobel peruano, Arthur Koestler, André Gide, Václav Havel, Czeslaw Milosz, veían con estupor cómo los ideales en la construcción de una nueva sociedad se desmoronaban para concentrarse en las decisiones de un hombre y de un partido.
Pensamos en Stalin, desde luego. Un hombre y “su” partido que, bajo la promesa de la liberación humana, impuso los aborrecibles gulags, las purgas de quienes pensaban diferente al establishment rojo, y el exterminio de sus críticos, principalmente de los intelectuales que casi siempre representan una amenaza para las autocracias.
Al igual que la izquierda de su tiempo, la de hoy tampoco perdona la “traición” del laureado escritor, porque se trata de un “mal ejemplo” para quienes creen en la solidez de los argumentos ideológicos de todo género y especie.
Pero no se trata de una deserción antojadiza, sino de una metamorfosis ética: su lealtad pasada por el examen de la consciencia. Someter al escrutinio de la verdad una armadura doctrinaria requiere de un valor heroico sin par para recibir los embates de la objetividad que desdibuja el flogisto de nuestros dogmas y acarrea el desconcierto y el vacío existencial del que hablaba Viktor Frankl en “El hombre en busca de sentido”.
Mario Vargas Llosa prefirió las injurias y los etiquetados que renunciar a las posibilidades de una sociedad abierta, como había aprendido de Karl Popper. Su liberalismo no se centraba en el reduccionismo economicista, como creen sus enemigos gratuitos, sino en una democracia muy liberal, en un capitalismo con reglas y en un Estado limitado pero funcional. Esas fueron sus ideas cardinales.