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lunes, abril 21, 2025

¿Somos un pueblo “de tercera”?

En una de sus recientes publicaciones, el columnista Juan Ramón Martínez ha tratado de caracterizar de manera antropológica la calidad del hondureño promedio, preguntándose si en realidad no somos un pueblo “de tercera” que resulta fácilmente manipulable por poderes de todo tipo.

El autor lo hace con doble propósito: como lamento y como esperanza, dejando una brasa encendida para ver si los vientos de la consciencia atizan el fuego del espíritu nacional.

De cara a los tiempos presentes y futuros, el escritor guarda sus dudas, pues, en el estado actual de inquinas y polarización, como el que vivimos actualmente, resulta imposible definir la verdadera identidad nacional del hondureño.

Para una empresa de tal envergadura se requiere de coincidencias intersectoriales y una correspondencia armónica para definir nuestro papel en el mundo.

Lo que Martínez piensa es lo mismo que Octavio Paz trata de decirnos en “Hombres en su siglo”: la cultura es la expresión de las cosas materiales y espirituales que construye una sociedad, entre ellas, las instituciones, la política, las ideas y los símbolos.

Pues bien: ese carácter del espíritu nacional se precia por la calidad de los individuos que conforman la sociedad. Para caracterizar al hondureño promedio no se necesita más que apreciar sus comportamientos in situ, sin necesidad de aplicar un profundo sondeo etnográfico. Lo que está a la vista no precisa de lentes ni telescopios.

¿A quién le tocaría hacer ese esfuerzo refulgente de definir nuestra idiosincrasia como punto de partida para propiciar un proyecto de florecimiento cultural, que incluya a la economía y la política? A los líderes de estimación moral; a los honorables de la sociedad civil, a intelectuales y académicos serios.

Pero nada de eso sucede. Somos una sociedad que vaga al vaivén de los vientos de la historia, dejándonos llevar por las mismas imágenes que han moldeado nuestra psique desde hace más de 70 años.

Y he aquí que la rusticidad que exuda la mayor parte de nuestros compatriotas, que media entre lo campestre y lo vulgar, convive con la modernidad tecnológica de cuya sustancia poco o nada absorbemos, salvo para efectos narcisistas o para perder el tiempo. Somos sociedad-masa, número y aglomeración, influida por sincretismos culturales de todo género y especie.

Eso podemos apreciarlo en la tosquedad de nuestros gustos musicales y gastronómicos; en la patanería exhibida en calles y plazas públicas, en la ostentación clasemediera.

El sistema educativo, de tercera también, ha fracasado en su intento de transformar lo inculto en urbanismo, la patanería en cordialidad y cortesía; en producir inteligencia y crítica.

No deja de tener razón Juan Ramón Martínez en su desesperanza. De este caldo de medianía y ordinariez, emergen nuestros líderes.

Nuestro sistema político, por ejemplo, es la viva representación de los males culturales que nos aquejan, incluyendo la propensión a ser influidos por poderes extranjeros, a los que servimos sin considerar el precio de la dignidad y el orgullo.

A falta de líderes de valía moral y de un proyecto cultural nacional que identifique nuestro papel en la historia, seguimos cayendo en el peor de los errores: creer que el derrotero de la identidad nacional solo puede ser cimentado por los políticos actuales, olvidándonos que también son hombres de tercera que comandan un pueblo de tercera, tal como cree Juan Ramón Martínez.

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