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lunes, abril 21, 2025

Semana Santa, consumismo y autoritarismo

En la medida en que el Estado secular apartó a la Iglesia católica de la vida pública, muchas de las fechas conmemorativas pasaron a un segundo plano hasta convertirse en actividades más relacionadas con el hedonismo que con el fervor religioso tradicional.

En lugar de reforzar su espiritualidad frente a la pobreza y hallar en la religión un refugio existencial, los creyentes comenzaron a alejarse progresivamente de la ritualidad, mientras las conmemoraciones adoptaban un carácter más pagano y fiestero. ¿Por qué las principales efemérides del catolicismo, como la Natividad y la Semana Santa -símbolos centrales de su doctrina-, han caído en una especie de bache histórico-religioso, hasta el punto en que el consumo y el ocio prevalecen sobre lo sagrado? ¿Qué peligro encierra esto para nuestras sociedades latinoamericanas, pobres y tradicionalmente católicas? Debemos recordarlo, la religión es uno de los elementos más importantes – si no el único-, que logra darle sentido de pertenencia a una sociedad a partir de ciertos valores que compartimos los individuos en comunidad.

Sin el orden y la autoridad que esta inculca en los creyentes, la irracionalidad se impondría en las relaciones interpersonales, y ningún sistema social podría sobrevivir en medio de la anarquía y el desgobierno.

En resumen, la religión trata de mantener el orden y conservar la tradicionalidad axiológica. Ahora podemos entender la tirria que Marx y sus discípulos mantenían sobre la Iglesia y que el Estado secular retoma para gobernar en soledad. Es decir, a ningún sistema político le cae en gracia una rivalidad de semejante universalidad.

Mientras los simbolismos religiosos del Islam se mantienen incólumes en el tiempo y se extienden a casi todo el mundo árabe, el cristianismo es proscrito sutilmente de los sistemas políticos occidentales, ante la vista y paciencia de Roma. ¿A qué se debe este fenómeno? En principio, a la envidia que sienten los políticos sobre ese ecumenismo de largo alcance y, en segundo lugar, a un consumismo cada vez más diverso promovido por un mercado al que no le conviene de ninguna manera la frugalidad y el comedimiento material que exigen las doctrinas religiosas. Irónicamente, la secularización que promociona el Estado y la mercantilización de cada aspecto de la sociedad, van de la mano.

Pero el juego es doblemente peligroso: frente a la pobreza galopante, se va creando un vacío existencial que no puede ser suplido sin cierto poder adquisitivo. De este modo, el individuo va cayendo en una soledad cada vez más profunda, acompañada de una angustia creciente. Se siente desamparado, pierde la fe en Dios y maldice su destino.

A los vacíos que quedan después de un consumismo desmedido o, a la inversa, ante la imposibilidad de satisfacer necesidades impuestas por el mercado, las ofertas políticas no se hacen esperar. El mercado político también hace su juego: ofrece, promete, regala. Así nacen los populismos que se han puesto de moda.

Pero lo peor viene después. Sin Dios y sin poder adquisitivo, la gente opta por el atractivo populista del bono, la chamba, la dádiva. Desgraciadamente, antes de que la gente descubra la engañifa, el sistema, que no logra llenar el vacío espiritual ni material, ya ha optado por el control absoluto de la voluntad ciudadana, por el decisionismo del jefe autoritario. Nace el autoritarismo.

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