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miércoles, abril 23, 2025

Responsabilidad democrática empresarial

A medida que nos aproximamos a un nuevo proceso electoral general, en un ambiente de alta polarización, es oportuno reflexionar sobre la responsabilidad del sector privado en la construcción y defensa de la democracia. Partimos de la premisa de que el proceso democrático no puede dejarse únicamente en manos de los políticos, sino que requiere de una participación amplia de todos los sectores, especialmente de aquel que genera la mayor parte del empleo y es motor clave de la economía nacional.

Durante décadas, el concepto de responsabilidad social empresarial se centró en las relaciones laborales, el cumplimiento de regulaciones ambientales y el impacto comunitario. Luego, la evolución hacia los criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) incorporó prácticas de transparencia, cumplimiento normativo, eficiencia en el uso de recursos, gestión de riesgos y gobierno corporativo.

Sin embargo, desde hace más de una década, diversos estudios e instituciones vienen proponiendo ampliar aún más ese marco, planteando el concepto de “responsabilidad democrática” del sector privado.

Este enfoque reconoce que las empresas, especialmente las grandes y medianas, no son actores neutros frente a las condiciones institucionales que hacen posible su existencia. Libertad económica, seguridad jurídica, seguridad personal, división de poderes y estabilidad normativa no son bienes garantizados por sí solos, sino que requieren una ciudadanía activa y también un sector privado consciente de su papel como pilar de la vida democrática.

En América Latina, y Honduras no es la excepción, hemos visto cómo, en contextos de debilidad estatal o crisis política, muchas empresas han optado por replegarse a su entorno inmediato, apostando por la supervivencia y evitando cualquier protagonismo en asuntos públicos. Aunque comprensible, esa actitud deja un vacío que otros actores, menos comprometidos con el desarrollo y la institucionalidad, aprovechan para imponer narrativas que deslegitiman la iniciativa privada y erosionan la confianza en el sistema democrático.

La responsabilidad democrática no exige militancia política ni alineamiento partidario. Exige claridad sobre el hecho de que sin Estado de derecho no hay inversión sostenible; que sin instituciones creíbles no hay competencia leal ni crecimiento inclusivo. Requiere que los empresarios, sus gremios y sus equipos levanten la voz cuando las reglas se tergiversan o se aplican de forma arbitraria, cuando la burocracia se convierte en un estorbo, o cuando las libertades fundamentales se ven amenazadas.

Pero asumir esta responsabilidad también implica entender que los factores que afectan el clima de negocios no provienen únicamente del mercado. Las llamadas “fuerzas de no mercado”, como la calidad institucional, la percepción de riesgo país, la estabilidad normativa, el respeto a la ley, la conflictividad política, e incluso la libertad de expresión y de prensa, influyen directamente en la decisión de invertir, expandirse o innovar.

La empresa moderna no puede limitarse a gestionar su eficiencia interna; debe contribuir activamente a fortalecer ese entorno más amplio que condiciona su capacidad de crecer. A través del respaldo a organizaciones que promueven la transparencia y el Estado de derecho, la participación en mesas técnicas que discutan reformas estructurales, y la construcción de alianzas con actores sociales que defienden principios democráticos, el sector privado puede incidir positivamente en esas fuerzas de no mercado.

Esa contribución, aunque intangible a veces, es tan estratégica como cualquier inversión en maquinaria, tecnología o capital humano. En una economía abierta al mundo, el país que se muestra institucionalmente fuerte es el que atrae talento, capital y confianza. La democracia, como la economía, requiere mantenimiento constante. No es un sistema perfecto, pero es el único que permite que las diferencias se resuelvan de manera pacífica y que el desarrollo económico y social sean sostenibles.

En tiempos de crisis, la pasividad del sector privado puede ser interpretada como indiferencia o, peor aún, como complicidad. Y ninguna de las dos posturas contribuye a construir un mejor futuro. Asumir la responsabilidad democrática no es politizar la empresa, es ejercer ciudadanía desde el sector productivo.

Es reconocer que ningún logro empresarial se sostiene en el tiempo si se erosiona el entorno institucional que lo hace posible. A pocos meses de las elecciones, guardar silencio no es neutralidad; es renunciar a influir en el futuro del país que también es el futuro de cada empresa. Esta es una conversación que el sector privado ya no puede postergar

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