Sentado, mientras esperaba por largo rato en esa sucursal bancaria, observé como aquella joven madre alcahueta, mientras dilapidaba su tiempo viendo basura en su celular, permisiva, dejaba que su cipote, de entre tres y seis años, pataleara rabioso y además chillara desaforado revolcándose en el suelo, furioso porque la nana no lo dejaba jugar con el teléfono, mientras indiferente al berrinche de su vástago se reía con cada “fatality” del “mortal kombat” que ella sí jugaba.
Debo admitir que, con enojo, pensé: “si este güirro fuera hijo mío ya lo hubiera vergueado y puesto en orden”, pero de inmediato recapacité en que no se puede intentar corregir en público cuando no habido formación y menos se ha educado en la casa.
Sin duda, una de las tareas más difíciles en la vida es criar a los hijos, y aunque la mayoría quiere darles lo mejor, algunos se exceden en sobreprotegerlos, les planifican la vida e incluso deciden por ellos y así los echan a perder.
Ante el desafío que significa educar a los hijos y formar una familia medianamente decente, abunda la literatura que sugiere cualquier cosa o prácticas para enderezar cipotes que pueden torcerse en su crecimiento, y también son numerosos los “coach de vida” o expertos que han hecho de esa temática un exitoso negocio.
En casi todos esos libros se afirma que muchos padres no saben formar a sus hijos, pues los sobreprotegen o siempre quieren decidir por ellos.
Estos y otros errores de algunos padres y que afectan a las nuevas generaciones son expuestos en un libro de larguísimo título por Julie Lythcott-Haims, abogada de la universidad de Harvard y tutora de estudiantes de la universidad de Stanford. Ella plantea que los padres de hoy son más apegados a sus hijos y viceversa, lo que, si bien no es negativo, lleva a algunos a inmiscuirse en todos los asuntos de sus herederos, incluso en los detalles más pequeños, lo que impide formarlos como adultos responsables y autónomos.
La intervención en demasía en las obligaciones y diligencias de los hijos, a pesar de graduarse del colegio o la universidad es una tendencia de los padres a mantener una vigilancia permanente sobre el comportamiento de sus descendientes orientándolos hacia lo que deben pensar, sentir y hacer. Esto se debe a que los papás temen que su prole sea vulnerable a nivel emocional.
Y es que cada vez es más delgada la línea que separa la adolescencia de la adultez, hasta el punto que muchos jóvenes no están preparados para moverse solos por el mundo y en consecuencia son “existencialmente impotentes” lo que significa que los niños con papás sobreprotectores no tienen lo que necesitan para ser independientes.
Según Lythcott-Haims, hay tres estilos de crianza de los hijos: En primer lugar, están los padres sobreprotectores, que piensan que el mundo es un lugar miedoso e inseguro y se aseguraran que sus niños vivan en un entorno cómodo y tranquilo. Éstos son los llamados papás helicóptero que tienden a sobrevolar la vida de sus hijos para advertirles de los peligros a los que están expuestos o ayudarlos si metieron la pata en alguna situación.
Luego está la madre tigre que representa a padres estrictos que obligan a sus hijos a seguir el camino que ellos consideran más apropiado. Deciden a qué tipo de colegio o universidad deben ingresar, qué calificaciones deben obtener y las actividades que deben desarrollar por fuera del colegio. El problema es que creen que este tipo de acercamiento les asegura el éxito, pero varios estudios han demostrado que genera problemas de salud mental en los niños.
Finalmente, están los asistentes personales que quieren tener a sus hijos siempre de la mano, les llenan papeles, les recuerdan citas, hacen sus vueltas o hablan en su nombre con figuras de poder para evitarles esa responsabilidad.
Los padres de familia del siglo XXI mezclan un poco de cada uno de estos estilos, por lo cual no preparan adecuadamente a sus hijos para ser adultos y esta crianza lleva a los niños a que no desarrollen las capacidades ni los hábitos necesarios para madurar y tomar sus propias decisiones.
Uno de los errores más recurrentes de los padres, según los especialistas, es confundir felicidad con éxito, pues si bien son importantes, la mayoría de los papás piensa que la felicidad de sus hijos depende de que estudien carreras como ingeniería, finanzas o medicina, en vez de valorar que esa satisfacción solo se obtiene por medio del trabajo con el cual sus hijos se sientan a plenitud.
“Los hacen sentir fracasados si no obtienen las mejores notas o si no clasifican a las mejores universidades. Les trazan el camino que deben seguir y su definición de éxito no concuerda con las habilidades, pasiones y valores de sus niños”, dice Lythcott-Haims.
Esto es a lo que psiquiatras infantiles llaman la teoría del niño imaginario, que se refiere a los padres que imaginan a su hijo como un ser perfecto o superior y no son capaces de tolerar la frustración de que este no sea como se lo imaginaron.
Piensan que los niños deben ser una versión mejorada de ellos, añaden, y eso expone a los pequeños a enormes exigencias que los hace vulnerables a no tolerar cualquier frustración.
Estos parámetros condicionan y limitan los deseos de los hijos, pero también afectan la salud y el bienestar de los papás, pues al servir a sus hijos no disfrutan su vida para hacer lo que más les gusta.
En suma, el objetivo de los padres debe ser el de criar adultos, no niños, trabajar en que sean felices y no en que sean exitosos para hacer sentir orgullosos a los jefes de familia.
En resumen, se trata de cambiar la preocupación por dejarle un mejor país a los hijos y mejor esmerarse por construir mejores hijos para el país.