En África es frecuente, casi norma o regla, lo que aquí parece ser una excepción, una situación muy temida, por unos añorada y para otros despreciada y que, últimamente es bastante recordada, aunque no deseada como en junio, hace 14 años.
Sí, me refiero en esta columna cerebral a las insubordinaciones militares que, desde 2017 hacen del “continente negro” el de mayor número de golpes de Estado en todo el mundo con 17 en seis años, y de esas alzadas castrenses, siete fueron en los últimos tres años, según un reciente reportaje de BBC Mundo.
En Burkina Faso, en 2022 no hubo uno sino dos golpes de Estado en un lapso de ocho meses y entre 2020 y 2021 hubo golpes de Estado en cinco países africanos: Chad, Malí (dos veces), Guinea, Sudán y Níger.
Desde que se independizaron esos países, entre 1960 y 1990, hubo un promedio de cuatro intentos de golpes de Estado por año, y desde 1990 hubo 29 golpes de Estado.
Así, bien podría deducirse que en donde se supone era el bíblico Edén o la cuna de la humanidad, eso de quitar del gobierno a un civil para imponerse un jefe militar es como cambiarse de calcetines.
Allá esos remezones en el poder son demasiado frecuentes y ningún militar ha repetido un alzamiento, aunque sí heredado la jefatura de Estado, como en Gabón, en donde Ali Bongo Ondimba y su padre gobernaron casi sesenta años.
El historial golpista africano, sin embargo, no registra que un militar se haya engolosinado tanto con el poder y repetido sus tropelías golpistas, como aquí en Honduras en donde primero el dictador, doctor y general Tiburcio Carías Andino, tras varias guerras civiles, se quedó 16 años en el mando del Estado y lo controló con mano de hierro apoyado por tiranos vecinos y las bananeras norteamericanas; fortaleció a las Fuerzas Armadas, eliminó a la oposición política y en 1936 instaló su dictadura bajo el esquema de una Asamblea Nacional Constituyente. Fue la abominable época del “encierro, entierro y destierro” y fue una de las dictaduras militares más temidas que hubo en Honduras.
Posteriormente otro general embelesado con el poder, el golpista Oswaldo López Arellano -conocido también como “OLA”- inició su implicación en tres golpes de Estado desde 1956 a 1957 en que fue miembro breve de una junta militar integrada por el general Roque J. Rodríguez, el coronel Héctor Caraccioli y el mayor Roberto Gálvez Barnes, quienes derrocaron a Julio Lozano Díaz.
En 1963, López Arellano volvió a sus andanzas y derrocó al liberal Ramón Villeda Morales y permaneció en el poder hasta 1965. Antes, en julio de 1959 el coronel Armando Velásquez Cerrato también intentó dar un golpe de Estado.
Después, López Arellano logró que el Congreso Nacional lo nombrara presidente constitucional hasta 1971. Luego tras sortear con más miedo que valor la guerra de las 100 horas con El Salvador, este mílite, fiel al dicho: “Perro que come huevos, aunque le quemen el hocico”, repitió sus manías golpistas y en diciembre de 1972 derribó del poder al nacionalista Ramón Ernesto Cruz Uclés.
De acuerdo con el historiador Mario Argueta en su reciente obra “Oswaldo López Arellano: dos golpes y una guerra”, todo eso lo logró “a base de persecuciones, intolerancia, intrigas, subordinación civil a la autoridad militar, corrupción, guerra, crisis política y económica, y por sus maniobras intimidatorias y calculadoras las Fuerzas Armadas se volvieron acreedores a un poder omnímodo, influencia y riqueza, elevando su condición a un organismo autónomo, casi independiente del control civil, alargando la figura de OLA que aún no se desvanece”.
También el historiador Ramón Oquelí señalaba que: “OLA ha sido durante el siglo XX, después de Tiburcio Carías Andino, quien ha ejercido el Ejecutivo por más tiempo gracias al apoyo del Ejército y otros sectores, y a la astucia que en el siglo XIX utilizó José María Medina”.
Según Wikipedia, fue hasta 1975 que la Comisión de Seguridad e intercambio de los Estados Unidos expuso un esquema de la United Brands Company para sobornar a OLA con dos millones y medio de dólares para que redujera impuestos a la exportación de plátano. El negocio con la United Brands fue un escándalo conocido como el «Bananagate», y el 22 de abril de 1975 López Arellano fue expulsado del poder en un golpe militar liderado por el general Juan Alberto Melgar Castro.
La asonada militar del 8 de agosto de 1978 terminó con la sustitución de Melgar Castro por un triunvirato encabezado por el general Policarpo Paz García, del Ejército; Domingo Álvarez, de la Fuerza Aérea; y Amílcar Zelaya, de la Policía, que entonces era un brazo de las Fuerzas Armadas.
Luego solo quedó Paz García, que presionado determinó que en abril de 1980 se instalara una Asamblea Nacional Constituyente que le prolongó su mandato hasta el 27 de enero de 1982, cuando asumió la Presidencia el liberal Roberto Suazo Córdova, electo en noviembre de 1981.
Si bien, la última, ojalá, o la más reciente alzada golpista fue la de Roberto Micheletti y el general Romeo Vásquez Velásquez contra Manuel Zelaya Rosales -quien ha vuelto al poder de la mano de su esposa- la historia registra que esas rebeldías castrenses iniciaron con el primer golpe de Estado ocurrido en 1827 cuando el primer presidente de la República Federal de Centroamérica, el salvadoreño José Manuel Arce Fagoaga mandó a Honduras tropas comandadas por el teniente general José Justo Milla Pineda para derrocar a Dionisio de Herrera.
Un golpe de Estado se define como un intento ilegal y abierto por parte de militares -u otros funcionarios civiles- de derrocar a los líderes en ejercicio a quienes se les acusa de mal gobierno, de abuso de poder, corrupción y nepotismo, de desear perpetuarse en el poder para lo cual amañan elecciones o rompen las reglas democráticas y la Constitución e imponen un sistema a su conveniencia.
Con esos escenarios han surgido militares como una alternativa viable a líderes derrocados que, en lugar de favorecer a todos le dieron favoritismo y beneficios a sus partidos políticos, grupos económicos y familias.
Las consecuencias de todo golpe de Estado suelen ser trágicas y funestas, ya lo hemos visto, implica a menudo la pérdida de vidas humanas y de propiedad pública y privada, y en términos legales y políticos suponen un cambio radical en las reglas constitucionales, la imposición de toques de queda y estados de excepción para contener la anarquía que acompaña a la desestabilización de los poderes del Estado.
Y esa ha sido la historia en estas profundidades; larga crónica de golpes, golpistas y golpeados; semblanza de generales y traiciones… calvario de saqueados y goce y disfrute de saqueadores.