No recuerdo cuántas veces he metido “la pata”, sin dudas han sido muchas las ocasiones en que me he equivocado, quizás por eso no recuerdo esos desaires con el buen tino o el criterio lógico, pero sí, una pregunta de un amigo que ciertamente me estima, me hizo rememorar la más reciente y, consecuentemente, me dio vergüenza por lo disparatado de mi actuar.
Consecuencia de ese error mío, había decidido no opinar más en este espacio de opinión que me cede los jueves Diario EL PAÍS, pues, torpemente, porque vi mal o miré otra cosa, creí se me había censurado la columna del 23 de mayo “El Sisimite y la libertad de expresión”, en la que mencionaba la animosidad entre el escritor y columnista Juan Ramón Martínez y el expresidente Carlos Flores Facussé, dueño de La Tribuna y de este otro periódico.
Lo peor es que irreflexiva e irresponsablemente ni siquiera indagué al respecto y con el ego dizque ofendido pensé en cuadrar el círculo en otro lado en donde supuestamente apreciarían mejor mis elucubraciones y colaboraciones escritas.
Afortunadamente, el jefe de redacción, German Quintanilla, respetado colega y apreciado amigo, sin intención de avergonzarme, lo hizo al hacerme ver mi craso error y demostrarme que lo escrito sí se publicó cuando debió hacerse.
Muy apenado ofrecí mil disculpas, aprendí la lección -que debía tener presente siempre-, agradecí el aprecio y el apoyo y como “el perro avergonzado”, volví a casa.
Equivocarse siempre es posible, aunque no por ello la vergüenza sea bienvenida, pero “meter la pata” es más o frecuente y muchas veces lleva a lo risible y a la pena consecuencia de un fallo o torpeza cometida, inoportuna o equivocada.
“Meter la pata” es una expresión que se utiliza cuando hay equivocaciones, errores de forma burda, se cometen indiscreciones o desaciertos que, cuando son más graves se resumen en un “meter la pata hasta el fondo”, como me ocurrió.
Antiguamente, en España usaban el dicho “mentar a pateta” que significaba mencionar o nombrar al diablo. El paso de los años, la transmisión boca a boca y la popularización del dicho habrían transformado la frase original, cambiando mentar por meter y pateta por pata.
Otra teoría más pintoresca apunta a una supuesta prohibición por parte de Dios a Noé de meter a la hembra del pato en el arca por no considerarla digna de salvarse. Noé habría hecho caso omiso a dicha prohibición y cuando Yahveh lo descubrió le dijo que no se molestara en negarlo pues sabía que había metido la pata.
En cualquier caso, al margen de las metidas de extremidades -divinas o diabólicas- lo cierto es que a las personas les cuesta ofrecer disculpas. No es mi caso, fácilmente admito mis yerros o equivocaciones, me disculpo prontamente y procuro no repetir esos exabruptos.
La coincidencia entre los expertos es que la mayor dificultad de mostrar arrepentimiento por algo que se ha hecho radica en que al aceptar el error, se rompe la imagen idealizada que uno tiene de sí mismo.
«Cuando metemos la pata, lo más fácil es agarrarse a esa autoimagen y justificar lo que se ha hecho», explica Vicens Olivé, autor del libro ‘PNL & Coaching’.
Lo que hay detrás de esa resistencia a pedir perdón es una cuestión de orgullo, de creerse lo que no se es. «Cuando en vez de orgullo se tiene humildad sí que se puede pedir perdón”, explica.
Para el psicólogo Carlos Odriozola, para comprender la importancia de pedir perdón en toda su dimensión hay que retroceder a la culpa entendida como sentimiento de indignidad que surge como acción u omisión que va en contra de los principios, de los valores.
La forma adulta de encarar esa culpa, precisa Odriozola, es transformándola en responsabilidad y eso produce un profundo sentimiento de serenidad.
Para un personaje público pedir perdón le resulta difícil pues se ha cultivado la idea de que la política son las virtudes públicas y en ese sentido lo relevante, cada vez más, es la coherencia entre lo que piensas, dices y haces, de ahí que para un político o funcionario pedir perdón signifique reconocer la ruptura de esa cadena de valores.
Antoni Gutiérrez-Rubí, experto en Comunicación señala que al político se le exige ejemplaridad, por lo que pedir perdón significa que el político acepta que no ha sido ejemplar y eso conlleva un gran simbolismo, porque su ejemplaridad tiene que ver con ser honesto con su trabajo y con sus deberes hacia la sociedad.
Además, el pedir perdón muchos políticos lo ven como síntoma de debilidad, de persona que erra, de ahí la enorme dificultad de reconocer los errores como parte de un proceso de rendición de cuentas.
Los políticos nuestros, no obstante, cometen muchos errores y se equivocan bastante y con demasiada frecuencia y por tantas “metida de pata”, en lugar de premiar y elegir a los mismos de todos los partidos más bien hay que castigarlos y no votar por ellos.