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jueves, abril 17, 2025

¿La profecía?

 A propósito del efecto Pigmalión: En el corazón de la olvidada República Encumbrada, donde los papeles se acumulan más rápido que las decisiones y los ventiladores giran al revés de como el viento sopla, una ciudadana cualquiera amaneció con una sensación que no supo explicar. Sentada en un banquito de la cocina, desayunando con una rosquilla impermeable que zabullía en su taza de café, se quedó mirando por la ventana hacia uno de los edificios estatales –una mole gris donde dormía el presupuesto aún no aprobado para las elecciones primarias– y dijo, sin hablarle a nadie: -Algo muy grave va a suceder en esta elección. La niña la escuchó murmurar, pero fingió no oír nada. El silencio posterior pesó tanto que tuvo que preguntar: -¿Lo dices por los retrasos? La mamá negó con la cabeza. No era solo eso, aunque también. Era algo más. Una bruma en el alma, un hueco en el centro del pecho. Un eco que no venía del bullicio callejero, sino del futuro que se avecinaba. -Lo digo porque he sabido que, en el órgano electoral, donde trabajo, están haciendo todo para que salga bien… y sin embargo todo conspira, como queriendo salir mal.

Al llegar a la oficina, confió el pálpito a un compañero quien hizo un gesto de resignación. Solo a repetir más tarde lo que había escuchado, en el comedor con los técnicos de informática, quienes la repitieron a los coordinadores de logística, quienes la susurraron a otros encimados. Y como en ese lugar, todavía con humor a pueblo, el rumor viaja más rápido que las decisiones oficiales, la frase se convirtió en sentencia sin que nadie la confirmara. El proceso electoral no era nuevo al órgano electoral. Ya había tutelado elecciones exitosas. Desafiando la pandemia, enfrentado apagones, amenazas, y la tentación al control oficial. Pero nunca una campaña tan contaminada por la desconfianza. Primero fue el presupuesto, y un tuco adicional por todos los “mikis” que a los políticos se les antojó meter en la ley, aprobado cuando ya había que estar firmando contratos. Luego la campaña contra una de las oferentes de tecnología, –a puro prejuicio–dizque porque “había puesto aparatos amañados en un país de los camaradas”. La puja por dar a la imprenta del Estado la impresión de papeletas, descartada para no depender de nada oficial. Los candidatos tardaron semanas en enviar sus fotografías para las boletas, exigiendo unos, que colocaran tal o cual emblema en las imágenes, peleando por detalles de diseño como si eso decidiera su futuro. Los partidos mandaban a plazos sus propuestos para la capacitación. Mientras, los políticos dedicados al afán acostumbrado, enturbiar todo para hacer volar las sospechas. -¿Por qué ese proveedor ganó la licitación? -¿Y si el software puede ser manipulado? Por más explicaciones dadas a brindar confianza, cada respuesta generaba más preguntas, y cada aclaración era tratada como confesión de culpa. Como si a cada paso que diera el Consejo Electoral, alguien más ya hubiera decidido que los comicios fallarían.

¿Qué si usar el biométrico o es potestativo, si hay antenas en los lugares sin luz; qué actas se transmiten primero y cuáles después? El día de las elecciones primarias, la logística estuvo lista para despachar el material electoral. El 98% llegó a tiempo. Pero dos imprentas, ajustadas, fallaron en los tiempos de entrega, y el retraso provocó un efecto en cadena: los empaques –pese a la labor titánica de quienes se desvelaron noches enteras salvando la emergencia– de ciertos distritos salieron tarde, y algunas urnas –¿sepa Judas qué sucedió con el transporte en el camino?– no llegaban o llegaron horas después. Los votantes de esas zonas reclamaron. Los medios llegaron antes que las soluciones. La histeria se apoderó del imaginario colectivo. -¡Esto es sospechoso! -se escuchó decir por allá. -¡Es un plan macabro! -gritaron del otro lado. Nadie se fijó en lo que salió bien, la atención puesta en lo que faltó. Las horas después dedicadas a acosar al ente electoral desviando responsabilidades. A buscar chivos expiatorios a quienes echar la culpa. En medio de cortinas de humo las fallas se escudaron con cualquier pretexto, verdades dudosas y mentiras a medias; a nadie le dio por pedir disculpas. Ese presentimiento sin sustancia, dicho en una mañana sin intención, había cobrado cuerpo, cual rumor universal. Se hablaba de la próxima elección como si el fracaso fuera inevitable. La profecía se había encarnado. (“Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas) –advierte el Sisimite– o con hechos reales es pura coincidencia”. -El día amaneció lluvioso –comenta Winston– pero el panorama más despejado. La declaratoria de elecciones, por unanimidad de los consejeros, dio al país merecida tranquilidad. Si cesa el acoso al CNE, y dizque los esclarecimientos de lo que no ocupa esclarecerse ya que todo mundo sabe lo que pasó, estaría devolviéndosele al pueblo la confianza que hasta ahora le han negado y esperanza renovada que habrá elecciones generales. -El efecto Pigmalión – ilustra el Sisimite– es un fenómeno psicológico en el que las expectativas que una persona tiene sobre otra influyen en el desempeño de esta última. Las expectativas altas generan mejoras, las bajas, limitan el potencial. -El fenómeno –interviene Winston– de la profecía autocumplida. Entonces, ¿no les parece que debe cesar todo hostigamiento al CNE –y a sus consejeras (os), a las que atacan, denigran y exigen, queriendo milagros como si tuviesen facultades sobrenaturales– y generar confianza a la ciudadanía? Así, la profecía autocumplida será que habrá elecciones generales impecables).

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