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lunes, abril 21, 2025

La mujer del César…

En el año 62 a.C., Pompeya, esposa de Julio César, organizó la tradicional reunión exclusiva de las mujeres más relevantes, en el culto a la fertilidad o rito a la Bona Dea, vetada a los varones. Publio Clodio Pulcro, enamorado de ella, se disfrazó y se introdujo, pero su voz lo delató; fue apresado y condenado por engaño. Los rumores que entonces comenzaron a correr por toda Roma difundieron la idea que quería seducirla.

Pompeya no cometió ningún hecho indecoroso o impuro, pero el emperador la repudió ya que la acción de Publio hizo que perdiera la confianza en su esposa y pusiera en duda su fidelidad. Como resultado de sus dudas, Julio César pronunció su célebre frase «la mujer del César no solo debe serlo, sino parecerlo», y el filósofo griego Plutarco recogió tal dicho, ahora inmortal, en sus «Vidas paralelas».

La decisión del monarca parece injusta, pero, salvando las diferencias, el mensaje enviado es que se debe guardar la compostura y ser coherente respecto al cargo que se ostenta o ante lo que se defiende; esa sentencia se aplica a alguien de quien se sospecha que ha cometido alguna ilicitud, aun cuando no haya dudas respecto de su inocencia.

Eso que ocurrió antes se aplica ahora, especialmente con la clase política, la burocracia, en las cuales muchos cotidianamente se destapan con diarreas dialécticas e irrefrenable locuacidad cuando juzgan y en ello absuelven, condenan e incluso sentencian; también se lucen cuando parlan para exaltar el logro, aunque sea vano o ínfimo o para minimizar la falla u ocultar el error; y lo peor es que en ocasiones se empecinan en defender lo indefendible.

Otra vez, como en cualquiera situación en la que un burócrata, especialmente con la boca o con las manos -cuando roba- “mete las de andar”, la célebre frase del César vuelve a cobrar notoriedad cuando un coronel (en audios telefónicos) amenaza con “encostalar” a un subalterno aparentemente insubordinado, y un general retirado golpista sugiere que un ministro «golpeado” también lo quiere “encostalar”.

El consecuentemente linchamiento mediático en medios y redes sociales, especialmente de detractores y defensores de derechos humanos, evidencia que, aunque se pretenda y promocione que alguien está haciendo las cosas bien no basta solo con decirlo y demostrarlo pues incluso debe haber coherencia con lo que se piensa, es decir, ser bueno no basta si no se trabaja adecuadamente para construirse un prestigio.

Así, se trata de ser diferentes -en el fondo y en las formas-, de no imitar a los mismos ni repetir lo mismo, es decir, hay que marginarse de la verborrea o palabrería barata, del cuestionamiento de letrina o alcantarilla, y mejor esmerarse en sustentar las palabras con hechos.

Ese buen pensar y mejor hacer conlleva a la reputación que se enfatiza en la importancia de las formas de gestionar y define una actitud ética y esto es así porque la realidad y la percepción de las cosas tienen significados diferentes por separado, pero cuando se suman son igual a la buena o mala fama.

Los expertos en imagen institucional y reconocimiento ‘reputacional’ sugieren que tener una buena realidad y un desempeño mediocre no permite ser prestigiado; para ello se debe ser y a la vez parecer.

Trabajar un buen reconocimiento cuando la realidad es pusilánime (apocada, cobarde), mala o simplemente falsa sería una estrategia suicida que puede dar réditos en el corto y medio plazo pero que se puede llevar a alguien por delante y mandarlo al carajo cuando lo real trascienda.

Los ejemplos abundan, pero se destaca el de Lance Armstrong, ciclista ganador de siete tours de Francia al que despojaron de todos sus títulos cuando la Agencia de Antidopaje de los Estados Unidos descubrió que para ganar se dopaba siempre. Eso es una reputación ficticia.

La política es el arte del entendimiento, la habilidad de pasar de la hostilidad, del agravio y el insulto, a lograr un acuerdo o solución que pueda afectar a un colectivo procurando siempre el bienestar general, teniendo siempre en cuenta que detrás de cada representante público existe un importante número de personas que merecen respeto.

El cumplimiento o realización de las responsabilidades públicas o funciones con implicaciones de gobierno están marcadas por decisiones políticas, con aptitudes y actitudes, con acuerdos, discrepancias, debates, diálogos y entendimiento, unos con otros y otros con uno, porque en ese propósito nadie sobra y más bien hacen falta todos.

Es por ello que de las personas públicas lo menos que se espera y que además se exige es una rectitud moral (nunca excesiva y siempre escrupulosa) y por eso hacer bien las cosas y además parecerlo es imprescindible para granjearse un prestigio y una buena reputación.

Por ello creemos que, especialmente en quienes tienen responsabilidades individuales pero que implican efectos o consecuencias colectivas no deberían expresar todo lo que piensan, ni siquiera lo que realizan, porque al fin de cuentas la buena fama al igual que la mala, sin necesidad de publicarse se promociona sola.

La invitación entonces es a reprimir los exabruptos y ofensas o “morderse la lengua”, músculo que no solo hiere, sino que también mata y con el cual también en lugar de unir se divide.

Así, nunca sobrará discernir más para hacer lo bueno, lo justo y lo correcto, y realizar lo que la buena conciencia dicta y evitar lo que la ley prohíbe.

Finalmente se trata de no sucumbir otra vez ante la laxitud (flojera, poca rigurosidad moral), a la conformidad y a la devaluación del buen desempeño a través del fracaso de la ética y la justicia.

Concluyo que es tiempo de entender que los cargos y el poder no eximen de incurrir en las malas praxis y de cometer errores, pero debe es preciso no ignorar que el buen funcionario o servidor público no solo tiene que serlo, sino también parecerlo.

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