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jueves, abril 17, 2025

¿La espiral?

AYER el cuento fue un ejemplo trágico de cómo el efecto Pigmalión puede operar como fuerza destructiva cuando las expectativas negativas se generalizan y nadie se atreve a creer en una salida superior. Hasta aquí lo sucedido: Previo al domingo que se celebraban las elecciones primarias en la olvidada República, las expectativas no eran halagüeñas. El ambiente político estaba cargado. Durante semanas, las redes hicieron feria disparando un surtidor de memes, twitters, rumores, mentiras; amargados regando odiosidad. Teorías conspirativas, manjar de los sin oficio, urdidas para amenizar el jaleo. Los partidos desenfrenados, sin criterio reflexivo o instinto precautorio, pese a la evidencia de cielos encapotados advirtiendo la tormenta. El Consejo Electoral –integrado por figuras que el aturdido auditorio presume dotadas de poderes sobrenaturales– desafiando embravecidas olas de desconfianza. Surcando a tientas, las agitadas aguas de la tempestad política, intentando guiar la embarcación –cual frágil barquito de papel– a puerto seguro.

Ahora, ensayemos el fenómeno Pigmalión a la inversa. Cuando las expectativas son altas, el efecto funciona como profecía autocumplida positiva. Lo que se espera con fe, convicción y entusiasmo, tiende a cumplirse, precisamente porque esa expectativa influye en el comportamiento de las personas involucradas, generando el resultado esperado. Así que el cuento no ha acabado: De pronto, por milagro divino, las tinieblas se disipan, el sol asoma sobre horizontes despejados. La capitán –en cadena nacional, flanqueada por los timoneles– da la declaratoria de elecciones, suscrita por unanimidad, anunciando a la angustiada tripulación: “tocamos tierra firme”. La jubilosa sensación de alivio no fue capaz de interrumpir el silencio. En medio del estruendo, la ciudadanía se detuvo a observar. No porque lo pidiera nadie en particular, ni porque las bolsas de pesimismo cambiaran a costales de optimismo de la noche a la mañana, sino por puro instinto de subsistencia. Porque el solo azoro de lo fatal –un fracaso de las elecciones generales– empezó a asustar más que el miedo mismo. Una mujer en el mercado, vendiendo mangos tiernos con chile y sal, le dijo a una clienta: -¿Y si mejor ayudamos a que todo salga bien esta vez? Un taxista, escuchando otra teoría conspirativa en la radio, la apagó y dijo: -¿Y si esta vez no les creemos todo y esperamos que, por genuino amor al país, cada cual aporte lo suyo? Una niña le preguntó a su padre ¿por qué estaban acosando al Consejo Electoral, dando por descontado todo lo que había salido bien, si al final todos votaron por quienes querían votar? Y el padre, sin saber qué responder, empezó a preguntarse lo mismo. Fue entonces que comenzó otro rumor, de los raros, de los que no suelen sobrevivir en tierra fértil de cinismo: -¿Y si esta vez todo sale bien?

La frase se le ocurrió decirla a un maestro en su clase. Los estudiantes fueron a repetirla a sus casas. Luego apareció en las pláticas de la comunidad. Los zombis, adornada con emojis, la transmitieron, como rareza, en sus aplicaciones de mensajería. Un cura, en un brindis, elevando el cáliz, la ofreció en misa como estímulo espiritual a la feligresía. La esperanza se coló, silenciosa, entre los pliegues del miedo. La idea de que una elección ejemplar no solo era posible, sino necesaria, se volvió contagiosa. El Consejo Electoral –antes asediado, ahora con la moral alta– actuó en armonía. No por miedo, sino por sentido de misión. Los partidos firmaron un acuerdo, de debatir con civilidad, dar propuestas más que arrojarse groserías, comprometiéndose a no enturbiar el ambiente de sospechas. Los orientadores de la opinión pública optaron por orientar, mordiéndose la lengua, para no continuar echando leña a la hoguera. Los medios, percatados que es mayor la recompensa si se influye infundiendo confiabilidad a los lectores, oyentes y televidentes, dedicaron más tiempo a explicar el proceso que a buscarle fallas. La estatal de comunicaciones bloqueó toda esa divulgación perversa transmitida por las plataformas tecnológicas. Y la ciudadanía, que había perdido la fe, empezó a exigir confianza en lugar de escándalo. -No queremos una elección perfecta –decía una anciana en el parque central– solo una en la que creamos y no se pierda la democracia que aún nos queda. Y así, poco a poco, el país entero empezó a actuar como si la mejor elección de su historia estuviera por ocurrir.

(Riéndose –entra el Sisimite– están muchos incrédulos con esta tu historia. -Pues que gocen – ironiza Winston– si siguen así, como hasta ahora, después van a llorar. Demasiado tarde, por no haber hecho lo que debieron hacer. Echándole la culpa a esto o a lo otro, a fulano, a zutano, a mengano o a perencejo, pero eso no va evitar que al país le vaya mal. ¿Quién gana de eso? Si de lo malo que suceda nadie se salva. Tenés razón –vuelve el Sisimite– no hay que subestimar el poder de lo que la gente espera. Porque cuando se espera lo peor, eso llega. Pero si un pueblo cree que puede hacer lo mejor, entonces lo hace. -Si se siembra una creencia positiva –suspira Winston– la sociedad, los medios, o incluso uno mismo, creyendo que algo saldrá bien, el resultado favorable no solo es posible, sino inevitable. Y con el tiempo el éxito alimenta nuevas expectativas positivas, y así sucesivamente, creando la espiral virtuosa que no hemos tenido; y por eso estamos como estamos. Descansen, ya que soñar con cuesta nada).

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