UN hondo responso de pérdida, en devoto silencio, recorre en plegaria imperturbable los sagrados misterios de las cuentas del rosario. Lloraron las campanas de la Basílica de San Pedro, en tendido lamento, –y en sincronizado repique agudo y doblar ronco el campanario de otros santuarios– anunciando la partida del Pontífice. Acude al inapelable llamado divino a pastorear ahora, desde los cielos ignotos, su numeroso rebaño cristiano. En la densa gravedad de un aire apesarado, flota incienso de gratitud y oración. El alma del mundo terrenal que deja, frutecido de la obra palmaria de su fecunda vida, se inclina… y reza. Con esas sentidas palabras, auscultamos entre los fieles del colectivo, que levanten la mano quiénes de la congregación prefieren –con el amable permiso de los políticos enfrascados en el conflicto de los mismos problemas de soluciones que nunca llegan– que prosigamos con el relato histórico de lo que bien podría, para mayor ilustración de la feligresía, ser tema de sermón en las iglesias y en los cultos.
Como decíamos ayer, –con asistencia de la IA– revisemos la conversión progresiva del emperador Constantino. Corría el año 312 d.C., “antes de la Batalla del Puente Milvio, cuando tuvo una visión divina”. “Usó el símbolo cristiano en su estandarte (el lábaro), y el triunfo que obtuvo por el control de Roma lo inclinó al cristianismo”. “No se bautizó en ese momento ni abandonó completamente los símbolos paganos. Esperó hasta poco antes de su muerte para recibir el sacramento, de un obispo llamado Eusebio de Nicomedia”. Algunos historiadores refieren que lo hizo “creyendo que el bautismo limpiaba todos los pecados previos, así que prefería hacerlo al final de su vida”. Aunque otros consideran que “mantuvo una ambigüedad calculada entre el cristianismo y el paganismo para mantener cohesión en el imperio”. Sin embargo, hay evidencia en alguna de su obra que demuestra su inclinación cristiana, como “la construcción de iglesias (el Santo Sepulcro en Jerusalén), la prohibición, aunque no todos, de algunos sacrificios paganos. Se autodenominó “obispo de los de fuera”, es decir, guardián laico de la Iglesia”. Fue más “un patrono político del cristianismo que un cristiano devoto en términos modernos, pero sin él, la historia del cristianismo sería radicalmente distinta”.
“El canon bíblico fue un proceso largo que culminó hacia finales del siglo IV. Constantino no lo definió, pero impulsó su consolidación al promover unidad doctrinal y encargar copias oficiales”. Distinto, su madre, Santa Elena. “Uno de los relatos más célebres de la cristiandad primitiva, cargado de devoción, simbolismo y leyenda fue el hallazgo de la cruz”. “Santa Elena realizó una peregrinación a Tierra Santa hacia el año 326 d.C., cuando ya era una mujer anciana y había sido nombrada Augusta por su hijo Constantino”. “Esta peregrinación tuvo fines religiosos y políticos: mostrar el compromiso cristiano del nuevo imperio y localizar los lugares sagrados de la vida de Cristo”.
Las versiones más antiguas (especialmente las de Eusebio de Cesarea y más detalladamente por Rufino de Aquilea, siglo IV): “Santa Elena pidió excavar en el sitio tradicional del Gólgota, donde se hallaban restos de un templo dedicado a Venus, construido por orden del emperador Adriano para borrar rastros cristianos”. “Al excavar, encontraron tres cruces –presuntamente las de Jesús y los dos ladrones– además de clavos y una tablilla con la inscripción “INRI” (Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum)”. “Para identificar cuál era la cruz verdadera, se cuenta que hubo una prueba milagrosa: una mujer enferma o moribunda fue tocada por las tres cruces, y al tocar una de ellas se curó. El relato tiene elementos piadosos y legendarios propios del desarrollo de la fe cristiana en el siglo IV”. “No hay pruebas arqueológicas concluyentes que certifiquen que esa cruz específica fue la usada en la crucifixión de Jesús. Sin embargo, el hallazgo fue muy influyente: la Basílica del Santo Sepulcro se construyó sobre el lugar, y trozos de la Vera Cruz se repartieron como reliquias por toda la cristiandad”. (¿Y sabes –entra el Sisimite– qué fin tuvo la cruz? Cuentan que dejó parte del madero en Jerusalén, “donde fue venerado y otro fue llevado a Constantinopla”.
“Durante siglos fueron repartidos por iglesias y catedrales de Europa. Algunas astillas se conservan aún en algunas capillas, aunque su autenticidad es discutida”. -Si bien no puede verificarse ciertamente –agrega Winston– que se trate de la histórica cruz, “el hallazgo de Santa Elena no deja de representar un inmenso valor simbólico y teológico de redención y de fe”. “Como momento en que el cristianismo deja de ser perseguido y pasa a ser una religión imperial. Marca el inicio del culto a las reliquias y de las peregrinaciones cristianas. En la fe cristiana, simboliza la victoria de la cruz sobre la muerte y el sufrimiento”).