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domingo, abril 20, 2025

Indigestados

El Cardenal Rodríguez, durante una homilía a inicio de año, recordó que el 2025 no solo es un año político para Honduras, sino también un Año Jubilar, un tiempo que invita a la esperanza y a la introspección espiritual.

Este mensaje cobra especial relevancia en un contexto marcado por tensiones políticas, incertidumbre económica y una sociedad cada vez más polarizada, todas agravadas por la desmedida presencia de las redes sociales en nuestras vidas.

El llamado del Cardenal a evitar quedar “indigestados de política” no es una invitación a la apatía o a desentendernos de las responsabilidades ciudadanas; más bien, nos exhorta a no perder de vista los valores fundamentales que deben orientar nuestras decisiones, tanto personales como colectivas.

En otras palabras, si bien la política es importante, no debería consumirnos al punto de olvidarnos de nuestra dimensión espiritual y humana. Sería un error interpretar esta reflexión como una excusa para el desinterés político.

Honduras necesita ciudadanos comprometidos y conscientes, capaces de participar activamente en el proceso electoral, no solo votando, sino también evaluando con rigor y discernimiento a quienes aspiran a gobernarnos.

Después de todo, son los políticos, con sus virtudes y defectos, quienes tomarán las decisiones que marcarán el rumbo del país.

La combinación de espiritualidad y responsabilidad cívica nos plantea un desafío: ¿cómo equilibrar nuestra fe en Dios con la necesaria implicación en los asuntos terrenales? La respuesta no radica en una dicotomía, sino en la integración.

La espiritualidad puede ser una brújula que oriente nuestro discernimiento político, ayudándonos a identificar propuestas auténticas, alejadas del populismo y fundamentadas en el bien común.

Participar en política no significa idolatrar a los políticos ni depositar en ellos una fe ciega.

Significa evaluar, cuestionar y elegir con responsabilidad, conscientes de que nuestra decisión no solo afecta nuestro presente, sino también el futuro de las nuevas generaciones.

Los malos políticos no se erradican asumiendo que todos los candidatos son iguales; se eliminan al identificar y elegir a aque llos que priorizan el bienestar colectivo sobre los intereses individuales.

Con las elecciones internas y primarias a la vuelta de la esquina, los ciudadanos se enfrentan al reto de elegir entre papeletas abarrotadas de aspirantes, muchos de ellos desconocidos, otros cuestionados, y algunos pocos con propuestas realmente viables.

No será tarea sencilla navegar entre promesas populistas, ataques personales y campañas desprovistas de sustancia.

A esto se suma la falta de reformas en aspectos decisivos del sistema electoral, como la “ciudadanización” de las mesas receptoras de votos y los problemas en la transmisión de resultados.

Estas deficiencias perpetúan una cultura donde el conteo y la elaboración de actas muchas veces pesan más que la voluntad expresada en las urnas.

Frente a esto, es natural sentir frustración; sin embargo, la respuesta no debe ser el desinterés, sino la exigencia de un sistema más transparente y eficiente.

La metáfora del Cardenal nos invita a un ejercicio de moderación y perspectiva. Estar “indigestados de política” no es solo un problema personal, sino un reflejo de una sociedad donde lo urgente siempre desplaza lo importante.

La política, en su esencia, debería ser un medio para mejorar la vida en comunidad, pero en su versión más tóxica se convierte en un espectáculo que desvía nuestra atención de los valores y objetivos que realmente importan.

Si queremos construir un futuro diferente, debemos aprender a digerir la política de forma más saludable. Esto implica educarnos cívicamente, participar de manera activa pero crítica, y evitar caer en el juego de los extremos que alimentan la polarización.

En lugar de permitir que la política nos consuma, debemos exigir que esté al servicio de los ciudadanos, no de intereses particulares.

Una democracia no se construye en la comodidad del silencio, sino en la incomodidad del debate constante, en el diálogo que busca tender puentes y en la voluntad de poner el bien colectivo por encima de los intereses individuales.

Si queremos una política más sana y menos tóxica, debemos ser los primeros en replantear cómo nos relacionamos con ella y con quienes piensan distinto.

El llamado a evitar esta “indigestión” es, en última instancia, una invitación a recuperar nuestra capacidad de discernir, a no ser meros espectadores, sino ciudadanos conscientes que buscan el bien común.

La solución no radica en eliminar la política de nuestras vidas, sino en darle su justa medida: la de un medio, no un fin en sí mismo.

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