He pasado por Washington D.C. con la intención de visitar sus sitios históricos y los museos más importantes de la ciudad. Bien entrada la noche, hice parada obligatoria en el Monumento a Thomas Jefferson, de modo que me tomé un tiempo para reflexionar bajo aquella bóveda que protege la enorme estatua del prócer, mientras leía las inscripciones cinceladas en las paredes.
Los epígrafes son extractos del pensamiento del adalid y de la Declaración de la Independencia norteamericana, que remarcan los principios precursores de la nación, entre ellos, la libertad, la igualdad y el respeto por los derechos naturales. Lo que llamó poderosamente mi atención fue la advertencia eterna que hicieron los Padres Fundadores, al establecer que los gobiernos son creados como instrumentos para garantizar la búsqueda de la felicidad de sus gobernados, algo bastante extraño para un latinoamericano promedio.
Bajo esas reglas luminarias, surgidas de políticos inteligentes como el mismo Jefferson, Franklin, Adams y Washington, se gestó el nacimiento de la nación más poderosa de los tiempos modernos. Tanto la Declaración de la Independencia como la Constitución representan verdaderas obras filosóficas y teológicas que han servido de guías libertarias para edificar la grandeza económica y política del país. Su extracto doctrinario proviene de Locke y Montesquieu, mientras el puritanismo sella la ética que penetra en la médula de las instituciones.
No pude evitar preguntarme: ¿qué habría pasado con los Estados Unidos, si los negocios
de grupos particulares o de bandas delincuenciales se hubiesen impuesto por sobre los intereses de la sociedad? Sucedería lo mismo que ocurre en nuestro país: la corrupción se habría institucionalizado de tal manera que grupúsculos presionarían para colocar sus piezas en el engranaje del Estado con el fin de obtener beneficios y ganancias particulares. Las decisiones de los gobiernos se inclinarían a favor de una élite económica, descuidando el fin primordial del bien común. Los mercados, por gozar de privilegios selectivos, tenderían a la baja productividad y a limitar la oferta de empleos, lo que obligaría a las empresas a ofrecer salarios de hambre. La innovación y la creatividad, fundamentos del capitalismo, brillarían por su ausencia, mientras el mercantilismo se consolidaría como el sistema imperante en el entorno.
¿Y qué decir de la política? La separación de los poderes vendría siendo menos que una caricatura; los famosos pesos y contrapesos pasarían a ser arreglos entre amigotes, en tanto, el sistema judicial, plegado a los caprichos del Ejecutivo, sería un cheque en blanco que cada gobierno firmaría a su antojo, según sus cálculos politiqueros. Desde luego que esto generaría que las elecciones presidenciales se convirtiesen en luchas encarnizadas para controlar los negocios turbios que han contaminado la esencia de los partidos políticos latinoamericanos. Lo del bienestar social serían puros cuentos populistas para estafar a los inocentes ciudadanos.
Finalmente, la anarquía se apoderaría de la sociedad: desesperanza, leyes injustas; matarifes y embaucadores pintarían el paisaje de Este a Oeste; invasores de tierras organizados, ladrones de maletín -algunos de ellos engarzados con los gobiernos- y traficantes profesionales espantarían a los emprendedores honrados, a los inversionistas y luchadores en buena lid.
Los Estados Unidos de Norteamérica serían como cualquier país latinoamericano, incluyendo al nuestro: pobre, atrasado, desordenado y con gobiernos corruptos, concentradores del poder.
Entonces, el monumento a Jefferson carecería de sentido histórico. Estaría invadido por ratas, desaseado y pintarrajeado por los vagos.