En San Pedro Sula, la supuesta “preocupación” por el desempleo juvenil es poco más que ruido mediático y promesas vacías.
Cada año, vemos repetirse la misma historia: jóvenes con deseos de superación y capacidades latentes son arrinconados por la falta de opciones reales.
Mientras tanto, las autoridades y los “líderes” locales se dan el lujo de repetir discursos llenos de retórica sobre la importancia de “formar a las nuevas generaciones”, pero, en la práctica, destinan migajas a la formación técnica y se niegan a generar una verdadera transformación educativa.
La carencia de centros de capacitación moderna en la ciudad es una afrenta a toda la población que lucha por encontrar un trabajo digno.
No se puede seguir ignorando la obsolescencia de planes de estudio que no se ajustan a las cambiantes demandas del mercado.
Es vergonzoso que, en pleno siglo XXI, haya instituciones técnicas con equipamiento de hace dos décadas, donde ni siquiera existen herramientas tecnológicas mínimas para preparar a los estudiantes.
Este abandono sistemático se traduce en generaciones completas sin oportunidades reales de insertarse en el sector productivo.
Lo peor es la hipocresía con que se aborda el tema: mientras se aplaude una supuesta “formación integral”, se impulsa un modelo educativo enfocado casi por completo en la teoría.
Deja sin apoyo justamente a la formación técnica que, bien ejecutada, podría revitalizar la economía local.
Así, la ciudad termina relegando a sus jóvenes más talentosos, quienes podrían aportar soluciones innovadoras a problemas de producción, infraestructura o servicios.
La consecuencia directa de tal desdén es la perpetuación de la precariedad laboral, donde la informalidad y los bajos salarios se convierten en la norma para quienes no pueden costear estudios universitarios largos o carecen de contactos influyentes.
El discurso oficial, alardeando de “compromiso con la juventud”, no pasa de un espectáculo mediático que da la espalda a las necesidades reales de las personas.
En muchos barrios y colonias de la ciudad, la educación técnica sería la ruta más factible para sortear la pobreza y la marginación, pero sigue considerada como una alternativa de segunda categoría.
Esta absurda visión clasista no solo hiere la dignidad de quienes se inclinan por la formación práctica, sino que, además, descarta un recurso de incalculable valor para el desarrollo económico.
A pesar de los obstáculos, la formación técnica sigue demostrando su potencia transformadora en los pocos lugares donde se ha tomado en serio.
Con planes de estudio pertinentes y un equipamiento adecuado, es posible que los alumnos adquieran competencias que los hagan competitivos en distintos rubros.
Las empresas locales, al ver una fuerza laboral capacitada, se sentirían más inclinadas a invertir y a generar empleos de calidad.
Sin embargo, la miopía y la indiferencia de quienes toman decisiones parece empeñada en congelar esta alternativa, como si resultara más redituable mantener a la población en la inercia y la dependencia.
Si verdaderamente aspiramos a romper con este ciclo estéril, debemos empezar por dotar de recursos a los centros de formación técnica.
No hablamos de migajas o donaciones simbólicas, sino de una estrategia amplia que incluya la modernización de talleres, la adquisición de tecnología de vanguardia y la actualización constante de los currículos.
Es imposible educar para un mercado laboral cambiante con metodologías de hace medio siglo.
Paralelamente, las autoridades deberían propiciar convenios con el sector productivo local, para que las prácticas de los estudiantes se realicen en entornos reales y no se limiten a ejercicios hipotéticos.
Por supuesto, no basta con infraestructura física y equipo. El acompañamiento constante es crucial: docentes bien preparados, motivados y con vocación de servicio son la clave para que los jóvenes adquieran no solo conocimientos técnicos, sino también una ética laboral sólida.
Esto demanda inversión en formación docente y un cambio radical en la forma de entender la vocación educativa.
Quien ve la docencia simplemente como un empleo de subsistencia no está aportando al futuro de la ciudad, sino aplastando las aspiraciones de los jóvenes que esperan aprender y crecer.
Claro está, habrá quienes opinen que la ciudad enfrenta problemas más urgentes. Sin embargo, relegar la educación técnica es contribuir directamente a la perpetuación de esas mismas crisis.
Cuando se ignora a la juventud con ansias de superación, no se reduce el desempleo, no se combate la pobreza y no se incentiva la innovación.
Al contrario, se agrava el rezago y se hipotecan las posibilidades de que San Pedro Sula prospere en un entorno global cada vez más competitivo.
Asumir que la educación técnica es irrelevante o “secundaria” es un insulto a toda la población que lucha a diario por mejorar sus condiciones de vida.
Si esta ciudad pretende sacudirse la inercia y dejar de lamentarse año tras año por la falta de oportunidades, debe renovar con urgencia la manera en que forma a sus jóvenes.
El futuro no se construye con discursos, sino con acciones tangibles que den a cada persona las herramientas para labrar su propio camino.
De lo contrario, seguiremos repitiendo la misma historia de promesas incumplidas y talentos desperdiciados, una y otra vez, hasta que no quede esperanza alguna de un San Pedro Sula realmente próspero.