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lunes, abril 21, 2025

El Leviatán empobrecedor

El deporte favorito en el Estado es agrandar el organigrama estatal para darle chamba a los miles de activistas que acompañaron al líder en sus correrías electorales. Agrandar como en los restaurantes de comidas rápidas; lo del minimalismo queda para los arquitectos y los fabricantes de coches europeos.

La tendencia megalómana de extender los tentáculos estatales en cada una de las esferas de la sociedad civil está íntimamente ligada a la folclórica creencia de que sin la presencia institucional del “padre benefactor”, el destino de los individuos estará irremediablemente condenado a la muerte.

En la psique de políticos y de los mismos ciudadanos, existe la empotrada opinión de que el Estado debe resolver los problemas; y si es de gratis, mejor. Los pobladores de las comunidades marginales maldicen la calidad de los servicios básicos, pero no están dispuestos a pagar más por esa calidad; el sector informal se niega a someterse a un régimen fiscal; los pobres quieren subsidios; la empresa privada, dispensas; los gremios demandan aumentos, en fin: la existencia de los ciudadanos parece depender de ese Leviatán inmoderado que, como las células cancerígenas, no cesa de multiplicarse.

Y esta predisposición por lo gigantesco, bajo una racionalidad trasnochada y fuera de orden, dicta que, entre más grande sea el aparato estatal, las posibilidades de una mejor prestación de servicios estarán garantizadas. Puras mentiras. Podemos ilustrar el fenómeno con este simpático ejemplo: si derramamos un litro de tinta negra en una piscina de 20 metros cuadrados, pretendiendo teñir el agua de ese color, podremos constatar que en el radio de un metro cuadrado el colorante habrá desaparecido por completo.

Así de sencillo. También la inmensidad estatal se diluye en medio de las demandas de la población que, a medida que crece, los servicios son cada vez más escasos y de pésima calidad. Es decir, el aumento poblacional es inversamente proporcional a la cobertura y calidad de los servicios públicos.

Lo paradójico de esto es que, mientras el sector privado se achica tratando de minimizar los costos, el sector público se acrecienta tratando de generar más empleos para satisfacer las demandas de los activistas políticos y ganar simpatías entre la población, sobre todo cuando se avecinan las elecciones.

Cuando el tamaño del Estado se excede y pretende llegar a una población que demanda cantidad y calidad en la cobertura, lo que provoca es desigualdad y más pobreza, es decir, se vuelve un agente que promueve lo inverso a la justicia social que pregona.

Recordemos que la mal llamada “justicia social” y el “bien común”, de los que tanto habla la gente, jamás serán posibles sin el crecimiento económico que el capitalismo garantiza. Sin los recursos necesarios, el Estado no tiene más remedio que pedir prestado, empeñar lo que no tiene o bien apretar al sector privado y a la clase media para que financie sus proyectos a partir de los asfixiantes impuestos.

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