De la generación de intelectuales de la Cuba revolucionaria, la figura de Guillermo Cabrera Infante es la que más resalta, pese al exilio y su desafecto con el poder castrista. Nacido en 1929, en Gibara, un pueblo de la provincia de Holguín, la misma que vio nacer a Fulgencio Batista y Fidel Castro Ruz, Cabrera Infante decía que se trataba de una especie de triángulo de la fatalidad dibujado por un capricho de la historia. Su infancia estuvo llena de dificultades económicas y de estrecheces materiales que se plasman en su obra “La Habana para un infante difunto”. Sus padres, ambos fundadores del partido Comunista en la región, tuvieron que trasladarse a la bulliciosa capital, en busca de mejores oportunidades. Fue ahí donde conoció lo azaroso de la vida, los primeros amores en aquellas cuarterías de mala muerte; los vaivenes de la sexualidad y la inquietud por asentarse en una profesión que sacara a la familia de la pobreza. No fue la Medicina su elección universitaria como pretendía en un comienzo, sino el periodismo. Ahí comenzó todo. Cuando estalla la Revolución, Cabrera Infante se encontraba ejerciendo el oficio de periodista. Entusiasmado por el cambio social -como todo buen intelectual del siglo XX- asumiendo que se trataría de una opción humanista, poco después del triunfo, en 1959, empezó a dirigir el programa “Lunes de Revolución”, un apéndice del periódico “Revolución”, que tenía como director, a Carlos Franqui. Pero Fidel Castro tenía otros planes. Con la complicidad de Alfredo Guevara, comenzó a darle un giro más radical a la cultura, para borrar todo pasado prerrevolucionario, y en ese proyecto, no tenían cabida ni Franqui, ni Cabrera Infante, ni la intelectualidad cubana de valía; entre ellos, Virgilio Piñera y José Lezama Lima. Cabrera Infante recordaría años más tarde, como en aquella Casa de las Américas, Fidel les advirtió -poniendo su pistola sobre la mesa- que “Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”: o en línea o al ostracismo. En un acto de purga, Cabrera Infante fue enviado a Bruselas como agregado cultural, y solo una vez, la última por cierto, regresó a La Habana cuando murió doña Zoyla, su madre. Y casi que lo dejan cautivo en la isla, viviendo la angustia de no salir jamás del encierro. Al final de cuentas, le permitieron volver a Bélgica. Nunca más vería su tierra. Esa experiencia puede leerse en “Mapa dibujado por un espía”. Tiempo después se radicó para siempre en Londres, donde murió en el 2005. Escritor prolífico, malabarista de las palabras, su producción en el exilio fue extensísima; incluso fue laureado con el premio Cervantes de 1997, el más prestigioso de las letras en español. Quizás sea más conocido por “Tres tristes tigres”, una deliciosa descripción de La Habana nocturna prerrevolucionaria -la que detestaba Fidel-, hablada, según el autor, en lengua habanera, para referirse a la jerigonza callejera y de los clubes nocturnos, como el Tropicana; la jerga de los chulos, vividores, prostitutas y artistas. Creo que la he disfrutado no menos de 4 veces. Desencantado y proscrito de la Revolución, Cabrera Infante prefirió el destierro que la conformidad ovejuna de los que se quedan, por comodidad, escribiendo loas y mentiras hacia el poder, llevando una vida doble. En eso radica su virilidad literaria y su éxito. Mientras escribo estas líneas, disfruto de mi acostumbrado puro nocturno -no habanero- y abro las páginas de “Puro Humo”, como para celebrar a ese gran escritor que es Guillermo Cabrera Infante.