“HERMOSAS –mensaje de una ilustrada abogada– esas disquisiciones del abogado, periodista y escritor Oscar A. Flores, sobre cuándo fue que perdió la juventud. Mi madre fue auxiliar suya en la Comisión Jurídica Nacional y me hablaba bellezas de su padre”. “Me encantaría obtener una edición de su libro de cuentos”. ¿Cuándo fue que se jodió Perú?, la frase de Zavalita, en “Conversación en la Catedral” –citada como tributo a la memoria de Vargas Llosa–, fue lo que trajo a la memoria divagaciones parecidas de Oscar Flores en “El tesoro perdido”, pero sobre esa etapa ineludible de la vida cuando los años caen encima como cascada de piedras. Ni la frase del escritor peruano, o la del escritor hondureño, busca una respuesta concreta, sino que funciona como un “leitmotiv” en el relato. Ya que a la lectora le gustaron las reflexiones, trasladamos otros fragmentos de ese cuento:
“Fui hasta hace unos años una voluntad dispuesta a la lucha y un espíritu abierto a las nuevas ideologías de izquierda que conmueven al mundo y que en su cómodo y mullido lecho le quitan el sueño a la burguesía. Me identificaba con los anhelos de los grandes revolucionarios de la historia, desde Sócrates y Demócrito hasta Cristo y de este hasta Marx, pasando por Rousseau, Dracus Babeuf, Marat y Robespierre que tuvieron, todos, el valor y el orgullo de denunciar injusticia social propugnando cambios radicales y violentos de la estructura en plena decadencia de la sociedad capitalista; me identificaba con quienes en las calles, defendiendo sus ideales y con absoluto desprecio de su seguridad o de sus vidas, luchaban contra la policía en todas las ciudades del mundo. Pero una vez, tratando de sintonizar una radioemisora que ofrecía un programa de música selecta, por casualidad oí de pronto una voz. Era la de mi hijo mayor Juan Cristóbal, de 20 años, que en una manifestación popular organizada por los estudiantes arengaba a la multitud. En aquel momento decía: “… La dignidad nos impone a los hombres de hoy romper las cadenas que nos atan a un pasado de vergüenza e ignominia pues no se puede ser indiferente en un mundo en el cual los pobres, cada día que pasa, se empobrecen más, mientras los ricos se enriquecen más… La dignidad nos impone a los hombres de hoy ser leales a los intereses del pueblo no a los intereses de los opresores del pueblo… Para los hombres de hoy solo hay un camino: el de la Revolución que ya despunta con resplandores de aurora en todos los horizontes del planeta, pues solo la Revolución podrá devolverle al hombre su dignidad de hombre…”. Se oyeron estruendosos aplausos y diez mil gritos de aprobación. Pero pensé que si yo hubiera estado ahí no habría aplaudido… ¿Fue, en ese instante cuando perdí la juventud?”. “Uno de mis deleites eran las fiestas, quizá como cosa complementaria del amor. Mal o bien (nunca me detuve a pensar si lo hacía bien o mal) bailaba, y a mis amigas, y a las amigas de mi mujer y aún a las de mis dos hijas, les gustaba bailar conmigo. Pero sin motivo aparente se me fue extinguiendo el gusto por los bailes y decidí, en vez de meterme en el bullicio de las fiestas quedarme en casa para oír, aunque a veces no las entiendo, selecciones de música clásica. He comprado muchos discos y tengo una fantástica colección de álbumes de Bach, de Griegg, de Beethoven, de Wagner, de Sostakovich y de otros grandes maestros. ¿Fue entonces cuando perdí la juventud?”. “Cuando dos de mis hijos, Leonardo y Rafael, tenían, este 12 años y aquel 10, me iba con ellos y sus amigos a paseos campestres que yo mismo organizaba. Corría, montaba caballo, pescaba, en fin, me divertía con ellos. Sin embargo, un domingo ya no me entusiasmó la idea, el otro tampoco, y así sucesivamente. Sustituí los paseos de campo por el juego de solitario, con cartas de naipes. ¿Fue aquel primer domingo cuando perdí la juventud?”.
“Mi actitud mental ante los demás fue siempre de absoluta franqueza y de sinceridad. Sinceridad conmigo mismo y con el prójimo que a muchos gustaba y a algunos repugnaba. No le oculté a nadie mis ideas, mis sentimientos y ni siquiera mis gustos. Dije siempre la verdad sin que sus posibles consecuencias me causaran preocupación o temor. En colaboraciones para periódicos y revistas, en discursos en asambleas públicas o en charlas personales nunca tuve reservas mentales así estuviera consciente de que mis opiniones sobre cualquier tema no coincidan con la de quienes me leían o me escuchaban. Pero como sin sentirlo fui sufriendo una transformación radical. Me pareció que la verdad, aunque fuera la más verdadera de las verdades a veces lo mejor es no decirla, antes bien, en ocasiones es preferible callarla, pues ahora creo que el silencio no perjudica a nadie y que lo que puede perjudicar es la palabra, la voz está en el viento. En cierta forma, acomodé mis opiniones y hasta mis gustos a los gustos y opiniones de mis interlocutores, en fin, dejé de ser sincero, renuncié a mi íntima personalidad, sin que tal metamorfosis en mi conducta me diera la sensación de una derrota a mi individual modo de ser. ¿Fue en alguno de los momentos de aquella negativa transformación psíquica y mental cuando perdí la juventud?”. (El cuento –entra el Sisimite– es la narración de varios otros momentos descriptivos de esa evolución -A propósito –ironiza Winston– a mí lo que me gustaría saber es ¿cuándo fue que una buena parte de la feligresía perdió el real sentido de la Semana Santa, para hacerla frívola temporada de chojines y de choteo?).