Tributo al escritor, un diálogo con pautas dadas a la IA, de “Conversación en la Catedral”: -“¿Cuándo fue que se jodió el liberalismo, Zavalita? -¿Eh? -Te pregunto en serio. ¿Cuándo se volvió eso que nadie quiere defender porque suena a tibieza, a tecnocracia, a discurso sin alma?”. “-Quizá cuando lo confundieron con sinónimo de cifras, de ajustes, de tratados de libre comercio firmados a espaldas del pueblo. O cuando lo dejaron solo, sin pasión, sin épica, sin pueblo. Pero no, no creo que se haya jodido del todo. A veces pienso que sobrevive. Silencioso, pero firme”. “-¿Dónde? Porque yo solo veo gritos. De un lado o del otro. Izquierdas que prometen el paraíso en nombre del pueblo, y en vez de dar le quitan, derechas que claman orden mientras vacían los bolsillos del mismo pueblo”. “-Sobrevive en los que no gritan, Ambrosio. En los que piensan. En los que dudan. En los que no quieren romperlo todo ni dejarlo todo igual”.
“-No sé. A veces creo que estamos condenados. Que aquí, o te alineás con el “mesías” de turno o te tiran piedras. -Sí. Pero te digo una cosa… -¿Qué cosa? -Una vez, tendría yo doce años, mi padre me llevó al Congreso. No por política, por trámite, pero entramos al hemiciclo vacío. Me hizo sentar en una curul. “Escuchá, aquí se decide lo que somos”, me dijo. “Algún día vas a entender”. Y por años no entendí nada. Hasta que vi cómo todos los extremos se devoraban entre ellos. Y comprendí que lo que se necesita no es más ruido, sino más centro. Más razón. Más equilibrio”. “-¿Centro? ¿No suena a nada? ¿A concesión? -No. Suena a cordura. A saber que nadie tiene toda la razón. Que la libertad sin justicia es un engaño, y que la justicia sin libertad es una cárcel. Que hay que negociar, convivir, pensar, ceder. Que no hay redentores. Que no hay atajos. Que la democracia no es heroica, pero es digna”. “-¿Entonces no está muerto el liberalismo? -No. Está vivo en los actos sencillos. En el maestro que enseña a pensar. En el periodista que orienta. En el juez que falla apegado al derecho. En el que juzga con imparcialidad. En el fiscal que no persigue. En el ciudadano que no insulta, que escucha. En quienes saben que el verdadero coraje es no dejarse arrastrar por la rabia de las masas ni por las promesas de los demagogos”. “-Y entonces… ¿no está jodido del todo el país? -Está jodido, sí. Pero mientras quede alguien que crea que la libertad no es un grito sino una convicción razonada, mientras haya quien vea al otro como un igual, y no como enemigo… entonces, Ambrosio, todavía hay esperanza”.
“-¿Entonces no está muerto el liberalismo, Zavalita? -No, Ambrosio. No está muerto. Está enfermo, sí. Maltratado, sacudido, manoseado. Pero no muerto”. “-¿Y por qué creés en él, si vos mismo decís que falló, que se volvió invisible, que no convence a nadie? -Porque lo vi en mi padre, Ambrosio. -¿Tu padre?”. “-Sí. Era un hombre seco, de silencios largos. Nunca decía “te quiero”, pero se levantaba a las cinco para revisar mis cuadernos. Me enseñó a leer no con pasquines, sino con editoriales. Un día me llevó a su despacho, en el viejo Ministerio, y me mostró un papel. Era una carta que había escrito a su jefe, renunciando. “No voy a firmar algo que no entiendo, y menos algo que perjudica a los que no pueden defenderse”, me dijo. Yo no entendía. Tenía doce años. Solo vi que llegó a casa con los ojos hundidos y el saco arrugado. Mi madre lloraba en la cocina”.
“-¿Y qué tenía que ver eso con el liberalismo? -Todo. Porque él creía en la decencia del Estado, en la palabra empeñada, en el equilibrio entre libertad y deber. Me decía que el poder debía servir, no servirse. Que la ley debía ser clara, y el gobierno, limitado. Que nadie podía ser libre si el otro no lo era. Yo, adolescente, lo llamaba iluso. Me burlaba. Pero ahora entiendo. Él no hablaba del liberalismo como ideología, sino como moral”. “-Pero esa moral se perdió. -No del todo. Está en la gente común. No en los grupos oportunistas, no en los medios, no en las plazas gritonas. En el que trabaja sin robar, en el que no se deja llevar por el odio, en el que quiere que el país mejore sin destruirlo todo para volver a empezar desde cenizas”.
“-Carajo, Zavalita… estás sonando viejo. -Tal vez. Pero prefiero ser viejo que ciego. Porque ya vimos lo que pasa cuando se deja el centro vacío: los extremos lo devoran todo. Y luego nadie sabe cómo volver”. “-¿Y el liberalismo es la salida? -Sí. Porque no promete utopías, sino reglas claras. No ofrece redención, sino convivencia. No crea ídolos, sino instituciones. No busca venganza, sino equidad. Y sobre todo, porque no odia. Y eso, en estos tiempos, ya es una revolución”. “-Entonces no todo está jodido. -No, Ambrosio. No todo. Mientras haya quien crea que se puede vivir con libertad, con respeto, con razones en vez de fanatismos… el liberalismo no habrá muerto. Solo espera, como un viejo honrado en la penumbra, a que alguien vuelva a encenderle la luz”. (¿Qué decís –entra el Sisimite– de esa conversación póstuma? -Yo soy chucho –ironiza Winston– mejor lo hubieran hecho con una versión de “La ciudad y los perros”).